Relatos

ABRAZADO A LOS SUEÑOS - (24 PÁGINAS)


Capítulo 1

   Aquel despertar dominguero venía acompañado de un profundo dolor de cabeza y un indeseable malestar general. Sólo cuando entreabrí lentamente mis irritados ojos, pude percibir mi ominoso estado; me encontraba tumbado en el tresillo de semicuero negro de mi humilde hogar, con un lateral de mi desvergonzado semblante literalmente pegado a él y los labios empapados de babas. Notaba un extraño cosquilleo que me recorría parte del brazo izquierdo y cuando me miré la palma de la mano, me di cuenta de que la tenía ligeramente ensangrentada.
   Un inusitado sentimiento de culpabilidad recorría mi persona en ese momento, no recordaba nada de lo que hice en las últimas horas y algo en mi interior hizo que me preocupara. Rápidamente pensé que puede que aquella sensación de inquietud era debido a que sabía cuán importante era aquella etapa de mi vida, y sin embargo, había vuelto a salir por la noche hasta casi perder el sentido cual despreocupado quinceañero.
   Tenía entonces treinta y siete primaveras y me hallaba en una situación delicada al encontrarme desempleado y, asimismo, con varios sueños a corto plazo por cumplir. El tiempo transcurría igual para todos y lentamente iba viendo cómo un servidor se quedaba rezagado; todos mis amigos y conocidos se casaban y tenían familia, avanzaban en sus vidas a pesar de la actual crisis económica y yo no hacía más que ligar con chicas jóvenes que se encontraban perdidas en el alcohol. Estaba claro que me dejaba llevar por la alegría efímera de la noche, e ingenuo de mí, pensaba que en una de ellas hallaría a la mujer de mi vida. Pero dicho cometido resulta complicado cuando en tu mente siempre tienes a una mujer. En mi caso, se había adueñado de ella Andrea, la única chica con la que yo había sentido una complicidad especial y que, en poco más de dos semanas compartiendo horas en la oficina, ya me tenía enamorado.
   Pero nuestra jefa de sección de actualidad y columnista favorita no sentía lo mismo por mí en aquel entonces. Había algo en mí que le molestaba; quizá fuese mi afán de salir por las noches, o quizá fuese algo peor que yo desconocía. Por otra parte, parecía que ella no quería tener ninguna relación con ningún miembro de la empresa mientras estuviera en ella. El caso es que, paradójicamente, el desvergonzado de mí nunca tuvo el valor de decirle lo que sentía; se me daba mejor la caza nocturna para un piscolabis temporal que conquistar a una mujer verdadera y loable con la que compartir mi vida. Tres largos años intentándolo de todas las maneras que conocía, hasta que llegó el fatídico día en el que nos despidieron de la redacción junto con otro medio centenar de personas. Aquel cese de nuestro empleo fue un secreto a voces ya que la empresa se encontraba al borde de la quiebra y a unos pocos nos debían ocho meses de nómina, entre ellos, a Andrea y a mí.
   De esta forma tan repentina se acabó el compartir tiempo con ella y únicamente así fue cuando me di cuenta de que había desaprovechado la oportunidad de mi vida para conquistarla.
   Algo más de dos años estuve sin saber nada de ella, hasta que un día el caprichoso destino nos llevó a encontrarnos de forma casual en un centro comercial de nuestra ciudad, y comprendí entonces que alguna fuerza divina y desconocida me había concedido una última oportunidad que no debía desperdiciar. Me armé de valor y entendí que por intentarlo no perdía nada y a la vez podría ganar mucho. Así que la invité a un simple café y ella accedió. Desde entonces, empezamos a quedar y, tras varios meses de intensa insistencia, logré conquistar a la que es mi actual novia y a buen seguro la mujer de mi vida.
   A partir del día en que empezamos a salir me prometí a mí mismo que iba a sentar la cabeza. Atrás quedarían las noches de juerga, noches en las que era difícil recordar las últimas horas y ardua tarea resultaba llegar a casa si no fuese a gatas. Pero al parecer, no resultó tan fácil aquel súbito cambio. A los dos meses de estar con ella, mi amigo Víctor me convenció para que volviésemos a las andadas y salimos los últimos dos sábados, regresando a casa hecho un sucio trapo como lo hice el día de hoy.
   Me levanté como pude del tresillo, me puse mis gafas rectangulares y lo primero que hice fue llamar a Andrea. La consecuencia inmediata de mi desfachatez, fue una discusión con ella, a la que compensé invitándola a cenar esa misma noche con la intención de disculparme y de dar por fin un paso adelante en mi vida, prometiéndome asimismo intentar no meter la pata nunca más.
   Tras comer algo y descansar, me desinfecté los extraños cortes que poseía mi mano izquierda y tomé una ducha fría para espabilarme antes de la cena.
   Un decente y no muy grande “ristorante” italiano fue el lugar que seleccioné para nuestro encuentro. Cuando vi aparecer a Andrea, su dulce rostro reflejaba seriedad y sin mediar palabra alguna ni darnos siquiera un beso, nos sentamos en una de las mesas centrales. Una pequeña gota de sudor que bajaba por mi frente delataba mi extremo nerviosismo. Andrea se decidió a hablarme:
   —Relájate, tonto... —dijo tras sonreírme— Tan sólo estaba bromeando, ya no estoy enfadada contigo.
   Por un momento me agobié al pensar que aquella velada iba a ser todo un suplicio y que mi proposición iba a ser rechazada. Respiré aliviado al ver que Andrea me había tomado el pelo y me relajé.
   —Menos mal... Ya creía que ibas a estar toda la noche así. Espero que te guste el lugar que he elegido y también la cena, por supuesto. Estás preciosa con ese vestido rojo...
   —Gracias —dijo tras ruborizarse y posteriormente añadió mucho más seria—: Ambos sabemos que no nos podemos permitir más. A veces pienso que todo sería diferente si Ernesto nos hubiese pagado todo lo que nos debe.
   —Sí, ocho nóminas es mucho dinero...
   —Si tuviera la ocasión mataría a ese hijo de p...
   —Tranquila, la denuncia está puesta.
   —Sabes que no vamos a conseguir nada así. Hay millones de denuncias parecidas en este país y la justicia está saturada por tanto sinvergüenza y su corrupción.
   La crisis y sus consecuencias era desgraciadamente el tema de conversación en la mayoría de reuniones y veladas en un país azotado por la codicia y la corrupción llamado España. Nada más cambiar de tema, nos dimos un enérgico beso y prometimos disfrutar de la estancia en aquel restaurante repleto de parejas en su mayoría. El aroma del primer plato de pasta que nos servía uno de los camareros se mezclaba con las velas perfumadas que decoraban las mesas redondas de todos los comensales. Las risas, los halagos, los piropos y una considerable mancha de tomate en su vestido rojo, fueron los dominantes de la velada hasta el fin del segundo plato. Aquel era el momento más esperado. Le hice un gesto a uno de los camareros y Andrea me miró extrañada. Para disimular, empecé a acariciar sus suaves manos mientras le sonreía y miraba sus preciosos ojos verdes y su dulce y delgado rostro con un lunar en el centro de la barbilla; aquella noche estaba especialmente preciosa con su largo y alisado pelo castaño. Ella me sonrió al observar que algo estaba tramando al notar mi nerviosa actitud. Su rostro cambió al darse cuenta de las heridas que poseía la palma de mi mano izquierda.
   —¿Qué te ha pasado?
   —Sinceramente... no lo sé. Hoy me he despertado con ellas.
   —No te prohíbo que salgas con Víctor pero... espero que cuando lo vuelvas a hacer no vengas como si hubieses librado una batalla. Bastante llamas la atención ya con esa cicatriz en el pómulo.
   —Ya no voy a salir más con él, te lo juro. Ya sabes que ese guaperas es un mujeriego y me incita a que yo lo sea. Pero no te preocupes que ya no voy a caer más en sus trampas.
    El camarero no tardó en traer un plato con un postre oculto bajo una tapadera abombada de acero inoxidable para que ella desvelase la sorpresa. Algo desconcertada, subió la tapadera y pudo observar un pastel de queso en forma de llave. Su sonrisa no pudo ser más amplia al entender qué significaba aquello. En su interior, envuelta en plástico se encontraba la llave de mi piso.
   Andrea vivía con sus padres y había dejado caer en varias ocasiones que ya no estaba a gusto con ellos a sus treinta y cinco años. Yo necesitaba dar un pequeño paso en mi vida y no quise esperar más tiempo para proponérselo. Mi humilde piso de sesenta metros cuadrados y de una sola habitación no era gran cosa, pero estaba seguro de que accedería a vivir conmigo, y así fue. Ambos estábamos emocionados ante la nueva etapa que la vida nos brindaba y la euforia de Andrea fue tal, que nada más terminar la velada ella se fue a preparar la mudanza para instalarse a la noche siguiente y yo llamé a un par de amigos, entre ellos a Víctor, para comunicarles la fantástica noticia.
   El despertador sonó a las siete del lunes día nueve de febrero. Intuía que aquella mañana fría iba a ser de nuevo presa de la rutina. Levantarme temprano para salir a buscar trabajo era una vana tarea que realizaba los últimos dos años sin cesar, sin perder la esperanza de que algún día me llamase alguna de las cientos de empresas que tienen la hojita con mis datos y mi foto con semblante desesperado. Siempre en mi bolsillo, el teléfono móvil de prepago y casi sin saldo a la espera de una mísera llamada que por lo menos me ofreciese la oportunidad de realizar una triste entrevista de trabajo; pero ni siquiera eso. La situación era la misma para otros siete millones de parados y declarados a principios de este año 2015, y no había indicios de que las cosas fueran a mejorar a corto plazo.
   Hace cinco o seis años, nunca me imaginé que a mi edad actual me encontraría en una situación tan delicada. No hace mucho tiempo, comprometerse con una hipoteca y comprarse un coche de gama media parecía una tarea sin riesgo alguno. En definitiva, preparar un futuro con una calidad de vida decente no era una odisea como lo es en la actualidad, siendo ahora un proyecto totalmente utópico.
    Pero mi ingenua intuición me falló aquella mañana que pudo cambiar mi vida para siempre. Me vestí con uno de mis vaqueros ajustados, una camisa de seda negra y una americana del mismo color con unos zapatos a juego. A pesar del estrés y de la ansiedad que me provocaba mi situación de desempleado, había engordado varios kilos en los últimos meses. Posiblemente esto último era debido a los desayunos y almuerzos que todas las mañanas me tomaba en el bar angosto y mugriento de mi amigo Kevin llamado In-Byte. Él trabajaba en la redacción en la sección de informática y mantenimiento web, y fue de los primeros en ser despedido. Con treinta y tres años, era el más joven de la plantilla y tras un año sin encontrar trabajo, decidió aventurarse como empresario y valiente emprendedor, y hasta el día de hoy por suerte, ha podido subsistir.
    Aquel día no fue una excepción y a las ocho ya estaba como un clavo en uno de sus taburetes de la barra. El rubio de Kevin portaba un delantal marrón típico de camarero y unos vaqueros azulones. Su corrector dental y sus gafas de sol redondas me resultaban un tanto cómicas.
   —¡Buenos días señor fotógrafo! —me recibió con su brillante sonrisa metálica.
   —¡Hola Kevin! Ya veo que tienes la misma clientela de siempre... —dije al ver que apenas había cuatro almas en su bar.
   —Es lo que hay Carlos... La gente no gasta ni para comer en estos tiempos. Por cierto, ¿sabes quién ha venido hoy a primera hora de la mañana?
¡Víctor y Tomás! Hacía meses que no los veía, y menos a esas horas.
   —Qué raro... No me veo a estos dos madrugando para ir a buscar trabajo.
   —Sí, a mi también me ha sorprendido verlos nada más abrir el bar. Han desayunado mientras veían varios periódicos. Me he alegrado al verlos, pero ya sabes que prefiero no recordar nada de lo que sucedió cuando me despidieron. Aún tengo en la cabeza la pelea que tuve con Ernesto y sus dos socios.
   —Hombre... es que se te fue un poco la cabeza... ¿Sabes? El sábado volví a salir con Víctor de fiesta y no sé cómo ni en qué estado volví a casa. Me ha costado una buena bronca con Andrea.
   —Mira que te has llevado lo mejor de la empresa, ¿eh? ¡Pillín! Todos los solteros del trabajo estábamos como locos por salir con ella. Hablando de trabajo, ¿has encontrado curro ya? —me preguntó finalmente mientras empezaba a secar sus rayados vasos.
   —Estoy en ello... Es complicado, pero no desisto. Hoy mismo voy a ir a varias empresas a ver si necesitan a un reportero gráfico, pero no descartaría un trabajo aunque fuese para limpiar las oficinas. Ahora mismo hago fotografías por mi cuenta para ver si alguna empresa se interesa por ellas, pero no hay suerte.
   La conversación con Kevin era prácticamente la misma de todos los días: qué habrá sido de la gente de la redacción, mis problemas económicos, mi odisea para encontrar trabajo y su negocio poco rentable. Finalmente me preparó el desayuno de siempre: un café con leche y medio bocadillo de magro con tomate.
   Mientras desayunaba, ojeaba los periódicos nacionales como hacía todos los días y hoy volví a escoger El País. Tanto las noticias referentes a la política como las de economía, me exasperaban; no había día que anunciasen una noticia positiva o por lo menos esperanzadora. Tras girar la última hoja de economía, me quedé petrificado al ver la siguiente que correspondía al apartado de sucesos; en esa primera página ligeramente más fina que las demás se hallaba una fotografía mía de ocho por ocho centímetros alrededor de una noticia: ¡Me acusaban de doble asesinato!




Capítulo 2
   El titular de la noticia provocó que mi ritmo cardíaco se acelerase bruscamente: “Posible asesino en serie ataca de nuevo”, y la noticia íntegra era la siguiente:
“El asesino de la moneda cobra su segunda víctima en dos semanas. Según fuentes policiales, todo apunta a que el autor de estos homicidios es el hombre de la foto cuyo nombre es Carlos Riera: un fotógrafo de treinta y siete años natural de Alicante. Mide alrededor de un metro setenta, ojos negros, es moreno con el pelo corto y ligeramente rizado. Tiene cara redonda y podría pesar alrededor de ochenta kilos. Además, suele llevar unas gafas con molduras negras y rectangulares y es de fácil identificación porque tiene una cicatriz de unos dos centímetros en el pómulo derecho. Hablamos de un posible asesino en serie, porque uno propiamente dicho es quien mata a partir de tres personas. Este hombre lleva dos sábados consecutivos actuando y utilizó un mismo patrón en los dos asesinatos: asestó tres puñaladas en el vientre de las víctimas e hirió las palmas de sus manos derechas con la base de una botella rota, dejando visible un círculo en cuyo interior dibujaba el símbolo del euro con cristales rotos, entreviendo que se trata de un ajuste de cuentas. Todo apunta a que su relación con las víctimas era profesional; los hombres eran socios y directores de dos redacciones filiales de la misma empresa quebrada y en la que trabajaba el presunto asesino y de la que fue despedido hace algo más de dos años. La tercera, última y más importante redacción la dirigía el ex-presidente y director Ernesto Fuentes, al que se le ha proporcionado escolta policial al ser la presunta siguiente y última víctima. No hay testigos pero se han encontrado las huellas del fotógrafo en el arma homicida y su ADN gracias a varios cabellos analizados. También se han hallado varios cosméticos de mujer ajenos a la esposa del último fallecido cerca del lugar del crimen. Esto último hace sospechar que el asesino cuenta con una cómplice femenina”.
   Totalmente absorto, no daba crédito a lo que estaba leyendo. Al parecer, yo había asesinado a dos antiguos directores en los últimos dos sábados y ahora mi próximo objetivo sería el ex-presidente Ernesto, el último y el hombre más importante de nuestro desaparecido periódico local. Las últimas pistas halladas en el lugar del crimen habían podido identificarme como el autor de los asesinatos y supuestamente contaba con una cómplice femenina. Justo en ese momento me vino a la mente que Andrea me dijo en la cena que si tuviera la ocasión mataría a Ernesto, ¿sería ella mi cómplice? ¿Las heridas que tenía en mi mano eran producto de aquel acto? Muy a mi pesar, había realmente una posibilidad de que yo hubiese matado a esos hombres porque las últimas dos noches de sábado estaban bastante turbias en mi mente e incluso había un motivo más que justificado para ello, y es que me debían ocho meses de sueldo cuyo dinero no he visto ni veré y me encontraba al borde de no poder pagar la hipoteca. Pero... ¿en qué estaba pensando? ¡Yo no era un asesino! Es más... ¡Andrea no haría una cosa así!
   Por suerte, el periódico más leído en este país era el diario Marca y ninguna persona del bar había ojeado aquel periódico. Lo que realmente me extrañó, es que la noticia se divulgó antes de que la policía fuese a mi domicilio para detenerme. En casos como éste, se explica la inoperancia de algunas autoridades de este país y puede que una vez más la prensa haya ido un paso más adelante que la propia policía.
   ¿Qué podría hacer ahora? ¿Entregarme y esperar a que todo se solucionase? Por mi bien, esperaba que todo fuese un malentendido. Pero ¿y si me iban a condenar por unos asesinatos que presuntamente no he cometido?
   En estos tiempos no creía en absoluto en la justicia de este país. Seguro que más de un ciudadano inocente había sido condenado injustamente a años de cárcel sin ser culpable y sinceramente, no quería convertirme en uno de ellos. Decidí entonces que lo más conveniente era investigar por mi cuenta para esclarecer lo sucedido mientras estuviese libre. Para algo debían servir mis incontables horas de lectura de novelas policíacas. Si algo aprendí de ellas, es que las pruebas no siempre lo dicen todo. Pero este caso era muy diferente a todos los que había leído. Lógicamente, al no disponer de experiencia alguna, no me sentía al cien por cien capaz de resolver este asusto.
   Terminé el desayuno y salí rápidamente del bar con el diario bajo el brazo y sin que se enterase Kevin. Mientras andaba hacia mi piso, pensé cuál iba a ser mi primer paso. Enseguida me vino a la mente Andrea. ¿Qué pensará de todo esto? ¿Sabrá algo ella? ¿Creerá que soy el asesino del que hablan los periódicos? Apenas llevamos saliendo dos meses y no creía que todavía tuviese la suficiente confianza para que me creyese inocente de una acusación tan grave. Me enervé al pensar que después de tanto esfuerzo y de tanto tiempo invertido para conquistarla, ahora podría perderla para siempre. Estaba claro que no debía contarle la verdad, de este modo, mi única salida era mentirle y ocultarle todo por el momento. Pero, enseguida deduje que tarde o temprano se enteraría de todo porque la policía no tardaría en ir a interrogarla.
   Ya tendría tiempo para hablar con ella un poco más tarde. Ahora debía regresar rápidamente a mi vivienda para recoger lo imprescindible y largarme de allí cuanto antes porque estaba seguro de que las autoridades no tardarían en encontrarme si permanecía en la que fue mi casa los últimos nueve años.
   Me cambié mi atuendo para buscar trabajo y me puse algo más informal: unos vaqueros más viejos, una sudadera negra y una gorra del mismo color para intentar pasar desapercibido. En poco más de media hora terminé de recoger lo que creía que era imprescindible para estar fuera de casa unos días indeterminados: algo de ropa de invierno, muda limpia, algo de comida y todo el dinero en metálico que había en casa; poco más de veinte euros.
   Cuando me dispuse a salir de mi vivienda, de repente sonó el timbre de la puerta. ¿Quién podría ser a las nueve de la mañana? ¿La policía? ¿Andrea? ¿Víctor? Los nervios se apoderaron de mí y sigilosamente me acerqué a la puerta para observar por la mirilla. Respiré aliviado al ver que sólo se trataba del cartero; pero no traía buenas noticias. Le abrí la puerta y me hizo firmar una carta certificada cuyo remitente era el juzgado de primera instancia. ¿En qué nuevo lío me había metido? Nunca una simple carta me produjo tanta inquietud. La abrí, y observé que era una notificación judicial: ¡El banco me había denunciado por impago de mi vivienda! ¡Éste era el primer paso para la orden de desahucio!
   Maldije mi estampa cuando entendí que las cuentas que había realizado para poder llegar a fin de mes no fueron las correctas. Hace un par de meses, cuando terminé de cobrar la prestación por desempleo, vendí todo aquello que pude para sacar unos míseros euros, incluido mi Seat Ibiza del 2004. Trabajé duramente desde que terminé los estudios y absolutamente todo lo que ahorré lo invertí en este piso, y ahora me lo iban a quitar de las manos.
   No podía creer lo que estaba viviendo, de la noche a la mañana me encontré con una acusación de doble asesinato y además me hallaba en la más temida situación de todo español en la actualidad. Nada más grave preocupaba a esta nación que veía día tras día cómo los desahucios dejaban en la calle cada vez a más familias y cómo la tasa de desempleo aumentaba sin cesar a pesar de las continuas reformas laborales elaboradas por un gobierno impotente y no hace mucho tiempo atrás, malversador. Las familias de clase media eran cada vez más pobres y muchas estaban al borde de la extrema pobreza. A pesar de ello, los mandamases no daban con la solución para ayudar a una sociedad cada vez más marginada y vulnerable.
   El precio de la gasolina se había disparado hasta los dos euros por litro. Las manifestaciones ilegales se incrementaban y prácticamente se formaban todas las semanas en las principales ciudades del país. Las revueltas populares, cada vez más violentas, se realizaban el día 15 de cada mes y la desobediencia civil crecía preocupantemente, dando la sensación de que el gobierno podría perder el control del país en cualquier momento.
   Yo pasaba de acudir a esas manifestaciones sobre los desahucios y la crisis en general porque eran temas que no me concernían. Es más, tengo que confesar que cuando era adolescente y salía por las noches, si veíamos a algún vagabundo o persona sin techo, en alguna que otra ocasión les hacíamos bromas pesadas como empujarles en plena calle o molestarles mientras dormían; qué insensato era entonces y cómo me avergüenzo hoy de ello.
Ahora más que nunca pensaba que no me hubiese encontrado en esta situación si mi antiguo jefe y presidente, Ernesto Fuentes, me hubiese pagado los ocho meses que nos debía a todos los trabajadores de la empresa. Desgraciadamente, a mucha gente le había pasado lo mismo que a mí, en ésta  y en otras muchas empresas, sintiéndonos impotentes y desamparados por las arcaicas e injustas leyes de este país cada vez más moroso.
Por otra parte, me sentía decaído al pensar que de un plumazo podría haber perdido a Andrea. ¿Qué pasaría ahora con nuestra relación? De la noche a la mañana me iba a quedar sin un piso con el que compartir con ella y con una acusación de doble asesinato; pero aún tenía la esperanza de que se esclareciera todo lo sucedido.
   Al fin me dispuse a salir de mi vivienda. Con una pesada maleta con ruedas en la mano izquierda y una mochila a rebosar a mi espalda, me quedé parado en la puerta principal y miré atrás, abatido y desolado, el que hubiese sido mi hogar donde hubiera formado una familia. A pesar de que me marché por motivos forzosos y a la vez voluntarios, ahora por mi mente pasaban las terribles imágenes que se ven diariamente en los informativos de todo el país; conjunto de personas resistiéndose al desahucio de su casa y las fuerzas de la autoridad, incluidos antidisturbios, disponiéndose en masa para reducir a los humildes ciudadanos como si fueran peligrosos delincuentes.
   Lo primero que hice nada más salir de mi piso fue acudir al banco más cercano para sacar algo de dinero, pero el cajero automático rechazó mi tarjeta. Al parecer, las cuentas ya estaban bloqueadas y posiblemente la policía ya había comenzado mi búsqueda. Pronto desaparecí a pie del barrio en el que vivía y pensé que ya era momento de llamar a Andrea para que no se alertase cuando la policía fuera a interrogarla.
   —Hola cariño, espero que ya me hayas hecho un hueco en tu armario.
La primera frase de Andrea hizo que se me partiera el corazón. ¿Qué podría decirle ahora sobre el tema de los asesinatos y del desahucio? Sin duda, omitir información y en parte mentirle, me daría tiempo para pensar y actuar.
   —Claro... Pero hoy no vas a poder mudarte. Me han llamado para que haga una entrevista de trabajo en Valencia y me voy ahora mismo. Espero volver mañana o pasado.
   —¡Por fin una buena noticia!
   —Bueno... no adelantemos acontecimientos, ya sabes cómo es esto; se presentan cientos y escogen a uno.
   —¡Suerte entonces!
   —Gracias guapa... Una cosa más... No te asustes si va la policía a tu casa.
   —¿Cómo dices? ¿A qué te refieres?
   —Te quiero cariño... —le dije mientras una lágrima resbalaba por mi mejilla—. Te llamaré pronto. —finalicé a duras penas la frase.
   —¿Carlos? ¿Qué has hecho?
   —Lo solucionaré todo, ¿vale? No me hagas esto más difícil, te tengo que colgar ya...
   Llorando en mitad de la calle, con mi gorra de fugitivo y mis bártulos a cuestas, la gente me miraba con recelo y extrañada a mi paso. Sin saber dónde ir, me sentía como un extraño dentro de mi propia ciudad. La ansiedad se estaba apoderando de mí y pronto entendí que no podía esperar más para intentar esclarecer si era yo realmente el asesino de aquellos dos hombres. Razoné cuál sería mi siguiente paso; no poseía los medios tecnológicos de los que disponen los detectives de homicidios y ni siquiera podía visitar el lugar de los crímenes. Aún me quedaba un par de euros de saldo, así que pensé en llamar a la única persona que estuvo conmigo cuando se produjeron los asesinatos, a mi amigo Víctor. Pero casi cometo un error... Si hubiese llegado a telefonearle, la policía no hubiera tardado en ir a interrogarlo. Aunque me quedaba poco dinero en efectivo, era esencial comprarme otra tarjeta de prepago para llamar sin delatar con quién me relacionaba ahora y quedé con él en un restaurante del polígono industrial más próximo a la ciudad para comer y contarle lo sucedido.
    Pedí una cerveza mientras esperaba a que llegase Víctor. Él era amigo mío desde que coincidimos en la redacción, hace ya algo más de seis años. Era el típico adulador de mujeres por su físico: melena castaña por los hombros, barba de una semana, guapo, cuerpo atlético, voz grave y metro noventa. A sus treinta y nueve años, todavía no tenía en mente sentar la cabeza. Finalmente, el hombre más galán de la redacción acudió a nuestro encuentro sobre las tres de la tarde e iba vestido como si fuese a asistir a una reunión de negocios, con una elegante americana gris y una camisa blanca y corbata roja, poco conjuntado a mi juicio.
   —¿Qué es tan importante para que nos veamos en este lugar tan apartado?
   —Mira... —le dije mientras le enseñaba el periódico por la página del suceso—. Y además me van a embargar el piso...
   La cara que mostró Víctor fue de auténtica sorpresa y preocupación.
   —¿Has matado a dos de nuestros tres ex-jefes? ¿No serás el asesino de verdad, no?
   —¡Pues claro que no! O por lo menos... eso es lo que creo.
   —¿Cómo que eso es lo que crees?
   —Hombre... Todo esto ha ocurrido en los últimos dos sábados y no recuerdo nada de lo que hicimos a partir de las tres de la mañana. Por eso te he llamado, para saber si tú sabías algo de todo esto.
   —Pues... siento decirte que yo tampoco me acuerdo de nada. La verdad es que nos pusimos muy ciegos —dijo esto último con una risa bobalicona.
   —Hombre, todo esto es muy raro. Parece ser que en el primer asesinato no encontraron nada que me incriminase y en este segundo sí. Además, la noticia dice que puede que haya intervenido una mujer como cómplice.
   —¿Una mujer? Desde que estás con Andrea no flirteas con ninguna chica.
   —Ya... Ella no es ninguna cómplice de asesinato, y mucho menos una asesina. Entonces, ¿quién puede haber hecho una cosa así? Lo que está claro es que ha sido alguien de la redacción que se le debía dinero. Si yo no soy el asesino, la única explicación que hay es que yo soy una especie de señuelo; alguien me ha tendido una trampa y me ha colocado como el primer sospechoso de esos crímenes.
   —Puede que haya sido Kevin... Ya sabes lo violento que es cuando se le va la cabeza y si le dejamos solo el día del despido hubiera sido capaz de matar a los tres cerditos el mismo día.
   —Podría ser... ¿Y Tomás? Hoy sé que has estado con él en el bar, me lo ha dicho Kevin. ¿Le has notado algo sospechoso?
   —No, hemos quedado para que me ayudase a actualizar mi página web de un negocio que voy a montar, venta de productos naturales por internet.
   —Ya sabes que todo lo natural no significa que sea bueno para el cuerpo... En fin, no me cambies de tema que me lías. Puede que el asesino haya sido el propio Ernesto; ten en cuenta que por culpa de los otros dos socios el periódico se fue a pique.
   —Es posible, pero... no creo porque yo sé que todo el dinero de los sueldos atrasados se lo ha quedado él.
   —¿Cómo sabes tú eso?
   —Yo era el jefe de redacción de la empresa, ¿recuerdas? Pasaba mucho tiempo con Ernesto en su despacho y sé que allí tiene una caja fuerte. Es muy probable que guarde allí todo el dinero que nos debe a todos. Carlos, te veo desesperado y quiero proponerte algo... Ayúdame a recuperar nuestro dinero.
   —¿¡Qué!? ¿¡Robar al señor Ernesto!? Estás loco, ahora mismo tiene escolta policial en su casa, y seguramente también haya policías en la redacción.
   —¿No te gustaría recuperar tu piso y formar allí una familia con Andrea?
   —Pues claro que sí, pero... Déjame que me lo piense unos días.
   —¿Qué tienes que pensar? Ese cabrón puede que sea el culpable de tu situación en este momento. ¡En la redacción está la solución a todos tus problemas! ¡Recuperarás a Andrea y tu piso!
   Qué rabia me dio cuando Víctor exclamó esa última frase. Hablábamos como si ya hubiese perdido a Andrea. La tensión del momento me provocaba un tremendo dolor de cabeza y mis pensamientos empezaban a ser frutos de la ira. En ese momento razonaba que el causante de toda esta pesadilla era mi antiguo jefe y mi furia aumentaba cada vez que mi amigo Víctor me hablaba de él. Finalmente accedí a ello. Iba a robar a mi ex-jefe.


Capítulo 3
   Superado por los extraños sucesos, la desesperación se adueñó de mi razón y me encontraba fuera de sí. No sabía si el plan de Víctor iba a acabar bien, pero lo que sí estaba claro es que su idea podría aportarme la posibilidad de recuperar por mi cuenta aquel dinero que ya había dado por perdido y que la ley fue incapaz de rescatar, dándome así esperanzas para intentar zanjar el problema de mi futuro desahucio.
   Mientras degustábamos el escueto menú del día en aquel restaurante de polígono industrial, Víctor me contó el plan a seguir para poder entrar esa misma noche en la redacción. Por suerte, en su poder todavía conservaba las llaves de la puerta principal e incluso creía saber la combinación de la caja fuerte. Además, si no había nadie custodiando las oficinas, en poco más de cinco minutos ya podríamos estar en posesión de algo más de cien mil euros.
Mi dolor cabeza desapareció tras la comida y sabiendo que tenía toda la tarde por delante, decidí ir a los lugares donde vagamente recordaba haber estado los últimos dos sábados, pero la mayoría de los lugares estaban cerrados a esas horas y no pude avanzar en la investigación.
   Pronto se hizo de noche y la hora señalada para el robo fue a las nueve. Antes de llegar a la redacción, metí mis bártulos en el interior de un pequeño contenedor poco usado y cercano al que fue nuestro lugar de trabajo. Por suerte, cuando llegué al edificio vi que no había nadie vigilándolo y en la puerta principal ya se encontraba Víctor esperándome en ella, hablando con su teléfono móvil. La redacción se encontraba en el primer piso y constaba de once pequeños despachos. Tras el cese de negocio, la mayoría de los enseres se encontraban intactos en su lugar correspondiente pero todo estaba mucho más sucio. Para nuestra sorpresa, la alarma de la redacción se encontraba desconectada y enseguida llegamos a estar enfrente de la puerta del despacho del señor Ernesto. La abrimos y cuál fue nuestra sorpresa que detrás de ella se encontraba un hombre de mediana edad muy bien vestido, medía alrededor de un metro setenta y tenía el pelo corto y totalmente canoso. Era Ernesto Fuentes.
   —¿Qué hacéis vosotros aquí? —dijo nuestro ex-presidente balbuceando.
   —Simplemente venimos a que nos des lo que nos pertenece.
Víctor le contestó serio y no quiso perder ni un ápice de tiempo. Se sacó una navaja y cogió del cuello al Señor Ernesto para que le llevase hasta la caja fuerte. Tras abrir un armario, detrás de un falso fondo de madera se hallaba una pequeña caja fuerte empotrada en la pared que no tardó en abrirla. Nuestros rostros se iluminaron cuando vimos alrededor de doscientos billetes de quinientos euros. Víctor se los guardó en una bolsa de cuero que portaba.
   —Señor Ernesto, ¿no le asusta que vaya a matarle? —dije titubeando.
   —¿Yo? No, ¿por qué ibas a hacer una cosa así?
   —Porque se supone que he asesinado a sus dos socios. ¿No ha leído la prensa? ¿No tiene escolta policial?
   —No sé de qué me estás hablando —contestó inquieto y sudoroso.
Justo en ese momento, se escucharon lejanas sirenas de coches de policía. Víctor se puso nervioso y me sorprendió cuando corrió hacia la ventana del despacho que daba a un estrecho callejón. Éste la abrió y saltó rápidamente por ella. Cuando me asomé, me quedé atónito al ver que había aterrizado sobre el capó del coche de Tomás, yendo éste en su interior y observé boquiabierto cómo huían juntos y raudos con el botín, dejándome allí tirado. No me quedaba otra que huir por aquella ventana. Cuatro metros me separaban del suelo y rápidamente salté sin apenas mirar al suelo. Aquella altura me produjo un esguince de grado uno que no dolió en caliente. Recogí mis cosas del contenedor y me marché rápido del lugar.
No entendía nada de lo que estaba sucediendo. Traicionado y desolado, empecé a caminar por las oscuras y frías calles de la ciudad, pero en ningún instante me vine abajo. En aquel momento de la noche pensé que era buena idea visitar en primer lugar el local nocturno en el que Víctor y yo estuvimos la mayoría del tiempo cuando sucedieron los crímenes. Su nombre era The Wild: un típico pub angosto del casco antiguo de la ciudad, de apenas cincuenta metros cuadrados y normalmente frecuentado por jóvenes de entre dieciocho y treinta y cinco años. Un lunes a las diez de la noche se encontraba vacío, y en ese momento estaba trabajando la única mujer camarera del personal: una chica alta y pelirroja con numerosos piercings en el rostro, cuyo nombre desconocía y que en ese momento llevaba dos coletas de colegiala, una falda a cuadros y una camisa blanca con generoso escote.
   —Disculpa... —dije mientras me acerqué a la barra—. ¿Puedo hacerte unas preguntas sobre el último sábado?
   —¡Ah! Yo te recuerdo... Tú eres el tipo que no paraba de bailar. No veas el ciego que pillaste, tronco. ¡Rompiste un espejo con la palma de tu mano!
   —¿De verdad? Lo siento... ¿Recuerdas cómo me puse tan mal?
   —“Pos” claro... Yo misma le vendí unas rulas a tu colega y te las metió en la copa, pero el cabrón del guaperas no tomó nada en toda la noche.
   —¿¡Estaba sobrio!? ¿Y viste algún otro comportamiento extraño en él?
   —Pues, ahora que lo dices... sí. Me pidió el cuchillo de los limones y el nota lo que hizo fue rayar una tarjeta de crédito en la barra. A partir de ahí no sé nada más porque salí fuera con estas dos a vender entradas —dijo finalmente, mientras se miraba el escote.
No podía creer que Víctor me hubiese mentido. Según la camarera, él estaba sobrio en todo momento y seguro que se acordaba de todo lo que ocurrió aquellas noches. ¿Qué me estaba ocultando?
   Sin más información útil salí del pub cabizbajo. ¿Adónde podría ir a dormir ahora? No tenía dinero, a mi casa no podía regresar y seguramente habría policías custodiando la casa de Andrea. Ahora me encontraba en la calle como un pobre vagabundo; mi tobillo empezaba a hincharse y el frío, que cada minuto que pasaba era mayor, ya hacía mella en mi cuerpo. Necesitaba encontrar urgentemente un lugar donde pasar la noche y lo que hice fue visitar varios albergues de la ciudad, pero todos estaban a rebosar de gente. No me quedaba otra que pasar la noche entre cartones en alguna callejuela, y eso hice. En cuanto hice mi “cama”, cené la poca comida que me llevé de casa.
   No podía dormir y pensé en Andrea. Esta situación me producía una profunda y repentina depresión e hizo que me planteara si continuar o no con nuestra relación. La quería tanto que ella no se merecía que su chico fuese un desempleado sin futuro, sin casa, sin coche, sin ningún recurso económico. Ella tenía un par de años menos que yo y se merecía un novio que le aportase por lo menos un futuro decente a corto plazo. Su reloj biológico le indicaba que debía tener cuanto antes algún hijo y estaba claro que yo no podía hacer frente a ese gasto económico.
   Entre cartones e infinitas capas de ropa, la peor noche de mi vida transcurría muy lentamente. A pesar de que tenía temor a que me robaran lo poco que tenía, enseguida caí rendido por el cansancio. Pero en poco más de media hora, me desperté sobresaltado cuando unos energúmenos me dieron varias paradas. Me sentía como una sucia colilla tirada en el suelo y estaba temblando pavorido como nunca lo había hecho en mi vida. Por suerte, aquellos jóvenes no llegaron a más y no tardaron en irse del callejón, pero apenas pude pegar ojo durante el resto de aquella espantosa noche.
   A la mañana siguiente, me levanté con el tobillo hinchado pero con otra actitud. Pensé que no podía rendirme y que tenía que seguir luchando por lo que ya había conseguido y por nada en el mundo quería perder ni a mi novia ni a mi piso. Lo primero que hice fue hacer cola a las siete y media de la mañana para desayudar en una parroquia. Mientras tomaba una taza de café caliente y unos bollos, me dio por ojear de nuevo la noticia del periódico. No pude evitar que varias lágrimas cayeran sobre ella y vi que las gotas enseguida se filtraban en ésta y no ocurría lo mismo en las restantes páginas del diario. ¿Cómo no lo había averiguado antes? ¡Este tipo de hoja tan fina es la que utilizamos en nuestra redacción! Es más, me di cuenta de que el número de página no coincidía con el resto del periódico. ¡¡¡Es una noticia falsa!!!
Ahora entendía por qué el señor Ernesto no sabía nada sobre los asesinatos y lo que estaba claro es que alguien me había tendido una trampa, pero... ¿quién? Alguien que tuviera acceso a la redacción para volver a editar hojas de periódico y que además supiese que iba a ojear ese periódico en aquel bar. ¿Kevin? ¿El señor Ernesto? No, ninguno de los dos, pero sí... ¡Víctor! ¡Claro! Por eso la policía no fue a mi casa a arrestarme y por eso el cajero automático me devolvió la tarjeta, ¡porque él me rayó el chip en el pub! Lo único que no entendía eran las razones por las que había tramado todo esto. Ahora ya sólo tenía que ir a la comisaría y denunciar lo ocurrido.
   En poco más de una hora llegué a la comisaría de la policía nacional. Conté todo lo ocurrido a varios agentes y puse una querella a Víctor por calumnia contra mi persona. Enseguida se pusieron en marcha para capturarlos. Desde allí llamé a Andrea para que viniera y pronto me comunicaron que los habían localizado e interceptado con el botín en el aeropuerto, a punto de coger un vuelo a México. Cuando vi que Andrea entraba en la comisaría no pude evitar besarla y abrazarla delante de todo el personal. Enseguida le conté lo sucedido y comprendió mi extraña actitud durante aquellos dos días.   Ambos aparecieron esposados y los trasladaron rápidamente a la sala de interrogatorios. Víctor reclamó mi asistencia junto con la de Andrea, y los agentes accedieron a que estuviésemos presentes. Víctor nos confesó todo:
   —Siento todo lo que ha pasado... Me dejé llevar por los celos que siempre tuve y en cuanto supe que estabais juntos ideé un plan para separaros; yo introduje esa hoja falsa en el periódico y después metí la carta falsa de desahucio en el carro de cartas del cartero. Así me aseguraba de que Carlos huiría de su casa y así os separaría. Además, cuando me llamaste, pensé que nos serías de ayuda para cometer un robo que hacía meses que tenía planeado.
   Tras salir de la sala de interrogatorios, me comunicaron que el señor Ernesto había retirado los cargos contra mí y abracé a Andrea como nunca lo había hecho al ver que todo se había solucionado y volvía a recuperar mi piso.
   El dinero que nos debían seguía quedando en el aire, pero al fin se acabó mi pesadilla. El montaje de Víctor me llevó a vivir en mi propia piel las horribles experiencias que sufren las personas desahuciadas y las penosas condiciones y miedos que viven los indigentes. Comprendí entonces que hay que prestar más ayuda a los desfavorecidos, porque a cualquiera de nosotros nos podría pasar. 

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